Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1861-1862 (Cortes de 1858 a 1863)
Sesión: 10 de mayo de 1862
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: n.º 118, 2.339 a 2.343
Tema: Amnistía por los sucesos de Loja

El Sr. SAGASTA: Nunca he sentido, al levantarme en este augusto recinto, Sres. Diputados, la satisfacción que hoy experimento; nunca me he encomendado a la ilustrada consideración de mis dignos compañeros con tanta confianza como la que hoy experimento; nunca me he dirigido al Congreso con el gusto que hoy lo hago.

Y es natural, Sres. Diputados, que acostumbrado siempre a encontrar en este sitio adversarios enfrente, he de ver con gusto el día en que no haya más que amigos, porque obligado un día y otro día, constantemente, sin descanso, a luchar sin fortuna, es verdad, pero con ánimo sereno y lealtad, he de ver con gusto, repito, que llegue aquel día en que arrojando el casco, desnudándome de la cota de malla, pueda arrojar la lanza y penetrar confiadamente en las tiendas del campo enemigo.

Es muy agradable, Sres. Diputados, para pechos tan levantados, para tan leales contendientes, aprovechar el día de prueba, y que confundidos todos en un mismo campo, puedan, en vez de cruzar las arenas; cruzarse las manos, que el calor del combate, el furor de la lucha pueda reemplazarse con la calma de la confianza, con la efusión de la generosidad.

No se levanta pues hoy mi voz en son de guerra; no es un adversario político el que os dirige la palabra; no, señores; escúchenla pues los Sres. Ministros; escúchenla pues los Sres. Diputados de la mayoría, todos mis compañeros, como una voz amiga que no piensa en conmover las pasiones, ni en recordar historias, ni en atacar ideas ni opiniones; se encamina a más generoso intento; pretende, señores, conmover los sentimientos más generosos y más delicados de toda alma sensible, que desea, para honra de todos y para gloria vuestra, os elevéis a tanta altura para que prescindiendo de nuestras miserias políticas, podáis derramar el consuelo y la calma sobre tantas familias atribuladas.

No os acordéis, Sres. Diputados, de que soy vuestro adversario político; olvidaos, como me olvido yo, de nuestras disensiones; abandonad por hoy este suelo de discordias y de luchas; perdamos por un momento de vista nuestras debilidades, para que una sola idea ocupe nuestras cabezas, un solo sentimiento embargue nuestros corazones, un solo lazo nos una hoy a todos, la idea del bien, el sentimiento de la clemencia, el amor a la humanidad. En nombre pues de la humanidad y de la desgracia, os hablará. Escuchadme, señores Ministros; escuchadme, señores de la mayoría; escuchadme todos, compañeros, amigos míos; escuchadme también en nombre de la humanidad, y en nombre de la desgracia.

No entraré yo, Sres. Diputados, ni hay para qué, en el examen de los sucesos que en los últimos tiempos han conmovido, siquiera sea momentánea y ligeramente, la paz en algunos puntos de la Monarquía; aunque quisiera, tampoco me sería posible, especialmente acerca de aquellos que con más motivo han llamado sobre todos la atención. Ni podría hacerlo en vista de la rara naturaleza y extraordinario [2.339] carácter que se dio a las tendencias de aquella sublevación, en vista de las muchas y encontradas calificaciones que recibió, en vista de los diversos y hasta opuestos nombres que se la dieron, en vista, señores, del comportamiento que observaron los sublevados, y en vista de las consecuencias que produjo el atentado: bástanos a todos saber, que aparte de este tristísimo acontecimiento, los otros dos o tres que han ocurrido llegaron a noticia del público al mismo tiempo que éste supo su desaparición; que estos hechos nacieron, se desarrollaron y murieron en su completo aislamiento, sin ramificaciones en la Península, sin inteligencias con ninguna plaza fuerte, ni nada de esos crímenes horribles que tienden a relajar los lazos sagrados que deben unir al que manda y al que obedece, sin nombre, sin plan, sin todo ese conjunto de circunstancias y elementos que constituyen en una real y terrible sublevación, en vez de una loca y ridícula intentona.

¿Qué fueron, señores, esos acontecimientos en su aparición, en su desenvolvimiento y en su desaparición? Fuegos fatuos los unos, que desaparecen apenas se presentan; dañosa tempestad la otra, amenazando con sus relámpagos y truenos descargar sobre nuestras cabezas, y el menor cambio del viento la hace desaparecer sin dejar tras de sí más rastro que el asombro que nos produjo y el terror que pudiera habernos infundido.

Pero sea de esto lo que quiera, la verdad es que los sublevados hollaron las leyes, atentaron contra el orden público, se atrevieron a atacar con las armas en la mano a un Gobierno legítimamente constituido; semejantes atentados producen inmediatamente la indignación general, de la que nace el sentimiento de la vindicta pública, y después la necesidad del rigor con el culpable. No seré yo ciertamente el que ataque a ningún Gobierno por el rigor, por la dureza, si es preciso, con que pueda proceder en semejantes casos, siempre dentro de la ley, para destruir en su origen esas sublevaciones, que si bien es verdad que en un principio pueden presentarse poco temibles, también es verdad que pueden llegar a adquirir tales proporciones, que en un momento destruyan todo lo que encuentren a su paso.

No seré yo el que ataque a ningún Gobierno por el rigor que pueda emplear, siempre dentro de las leyes, para destruir semejantes gérmenes de desorden, porque yo en su lugar haría lo mismo, porque es necesario hacerlo, porque se ve entonces impulsado por el mayor de los deberes, por el más fuerte de todos los deberes, por el deber de esa necesidad apremiante, urgente e irresistible que a todo se sobrepone, que todo lo exige, que todo lo avasalla, por esa necesidad que se funda en el más culminante de todos los principios, en el principio de la conservación. Si ese principio constituye una ley para los individuos, naturalmente ha de constituirla más imperiosa y más sagrada para los Estados, que en realidad no son más que un conjunto de todos los individuos, área santa que encierra y guarda los derechos de todos las asociados. No me opondré yo nunca, sin examinar antes el apremio doloroso en que lo crítico de las circunstancias hayan podido poner al Gobierno para atacarle por el rigor con que haya podido, en la rigurosa aplicación de las leyes, proceder en momentos tan solemnes; no quiero ponerme en el caso de que el Gobierno me conteste como contestaba un hombre célebre de la antigüedad cuando se le hacía un cargo por la manera con que había obrado: " Es verdad, contestaba, es verdad que he usado del rigor, de todo el rigor de la ley; es verdad que he usado de severidad; pero en cambio he salvado la patria."

Señores, y en términos generales, y ahora no me refiero a ninguna sublevación particular, desecha aquella sublevación; vencidos los enemigos; desbaratados los planes; rotos los resortes de la conspiración; sorprendidas las comunicaciones o inteligencias que pudieran tener los sublevados con las plazas importantes; descubiertos los compromisos; conocidos los autores, los secuaces y los instrumentos, castigados enérgicamente los más culpables, cumplido para todos el fallo inexorable de la justicia, pasado el temor de que semejantes hechos vuelvan a reproducirse con mejores medios y con mejor fortuna; habiendo conocido y llorado ya los delincuentes sus extravíos; habiéndoles puesto ya en el caso, señores, de que vieran de cerca el abismo a que corrían, ¿qué queda después que hacer sino interponerse entre la ley y la justicia? ¿Qué queda, señores, sino detener la marcha impasible de la ley? Y en esto, como he dicho, no me refiero a ninguna sublevación en particular; estoy hablando de sublevaciones en globo; no me refiero a ninguna; no queda otra cosa; el rigor de la fuerza que viene a ocupar el lugar de la justicia, no produce más que la violencia de las pasiones mezquinas, y no hace más que extraviar los sentimientos más nobles y generosos de toda alma sencilla; no quedan más que los resentimientos y venganzas que se interponen entre el poder y la generosidad, como si no fuera bastante el doloroso recuerdo que queda de los muchos que perecieron en los cadalsos; queda como complemento de este cuadro el sentimiento de ver poblados los presidios, ver a muchos en la emigración mendigando con pena su miserable sustento; queda el ver al padre arrebatado del seno de su familia, a los hijos en la miseria y en el desamparo, las esposas en la viudez y el mayor desconsuelo, los pueblos en un terrible disgusto, y convertidos en cementerios, los campos yermos y desiertos, y en ellos muchas familias en la más horrible miseria exhalando, señores, suspiros de amargura, dirigiendo los ojos anegados en lágrimas a aquel que puede darles consuelo y no se le da, y clamando a todas horas perdón, generosidad y misericordia.

Y en el vértice de esta pirámide de desgracias, ¿qué queda? La pena impasible, la pena severa arrojando rayos de desolación y de exterminio sobre sus víctimas, sin recompensa alguna para la sociedad, sin resultado alguno para el Estado. Porque hay que tener en cuenta, señores, que las penas son, es verdad, un remedio contra los males de la sociedad; pero cuando produces mayor suma de mal que de bien, entonces, en lugar de ser la medicina, son el tósigo de la sociedad. Por eso, señores, el perdón suele seguir siempre al vencimiento y al desengaño de los enemigos; por eso los Gobiernos dignos e ilustrados, los Gobiernos fuertes procuran mitigar tan pronto como es posible, y pasados los acontecimientos, la violencia de las disposiciones que han podido ser necesarias para aquellos críticos momentos; por eso estos Gobiernos procuran apartar la severidad que no sea necesaria, y armonizar la fuerza y la justicia con el perdón y la generosidad, por eso, viniendo a los acontecimientos a que me voy refiriendo, y aplicando la teoría que en principios absolutos acabo de sentar, espero confiadamente que este Gobierno, guiado por tan elevadas miras, será generoso y compasivo, y lo seréis también todos vosotros, Sres. Diputados, para con esos desgraciados que fueron víctimas de los errores a que su ignorancia, a que su locura, a que su fanatismo, a que su falta de inteligencia, a que sus equivocaciones, a que sus errores, más bien que la perversidad de su corazón, les haya podido conducir: por eso también vengo a pediros amnistía para esos desgraciados. ¡Amnistía, señores! Ya pronuncié la palabra. Palabra mágica, que tiene el privilegio de conmover a la vez todas las almas; palabras eléctrica que llena de expansión y de felicidad todos los corazones, que no pudiendo contenerlas [2.340] en su seno, las arrojan sobre los demás; iris del alma que anuncia la calma de sus tormentos y de sus dolores, como el iris de la bóveda celeste anuncia la calma de las tempestades; mensajero divino que corre veloz a todas partes para llevar a las familias desgraciadas el bien, la alegría y el consuelo. ¡Amnistía! ¿Qué es la amnistía, Sres. Diputados? La amnistía es el olvido del delito. Pero voy antes a entrar en consideraciones sobre esta materia, y a decir que no sólo es la amnistía conveniente cuando ya han desaparecido las convulsiones populares, y no hay motivo para que vuelvan a repetirse con mayores medios y mejor fortuna, sino que envuelve también un gran principio de justicia. Y envuelve un gran principio de justicia, porque desde el momento que han pasado las circunstancias críticas que pudieron originar los delitos que se están castigando, desde aquel momento, ya las penas son innecesarias, y son innecesarias porque las penas no tienen por objeto borrar el delito; eso es imposible, pues se trata de una acción pasada que es indestructible; tampoco las penas tienen por objeto mortificar al delincuente, saciar las pasiones de los hombres; el objeto, el fin de las penas no es más que impedir a los culpables, y contener a otros para que no cometan acciones iguales. Así es que desde el momento que hay seguridad de que aquella acción, aquel delito, no puede repetirse; desapareció la base de la pena; la pena en este caso, lejos de ser justa, llega a ser injusta.

Así es que las penas miran más al porvenir que al pasado. Pero aún los castigos considerados justos en sí mismos, pueden Ilegar a tener cierto carácter de crueldad desde el momento que se extienden a un gran número de personas; porque el castigo justo para el bien público, que se dirige al bien público, deja de prestarle servicios desde el momento en que más bien que ganancia, en que más bien que provecho, trae consigo una pérdida verdadera y una destrucción de gran parte de la sociedad.

Pero hay más: Las amnistías no sólo tienen por objeto satisfacer esta conveniencia y algunas veces esta justicia, sino que también vienen a satisfacer otra clase de justicia. Todo el mundo sabe cómo en esas circunstancias críticas, cómo en esos momentos supremos en que peligra la sociedad, se aplican las penas. Todo el mundo sabía la velocidad que entonces hay en los juicios, y la precipitación que hay en los procedimientos; pero también sabe todo el mundo que esa velocidad, que esa precipitación puede conducir al castigo de muchas personas inculpables. En tan corto espacio de tiempo, aun admitiendo la mejor intención y la mayor inteligencia en los jueces, en la oscuridad enmarañada de los acontecimientos o circunstancias, es imposible que uno pueda aclarar su conducta; es imposible que uno pueda manifestar sus antecedentes como la luz del día, y es imposible entonces que se aplique el castigo sin que se envuelva a una porción de inculpables. De manera, señores, que en estos procedimientos, en la especialidad de estos juicios, en la velocidad de sus trámites, velocidad necesariamente rápida, urgente, apremiante en circunstancias dadas, no se puede seguir aquella máxima que se sigue en todo país ilustrado, reducida a que vale más que queden impunes 100 delincuentes, que no que se condene a un inocente. Aquí, sin que se pueda remediar, suele suceder lo contrario: por consiguiente, es indispensable, es de rigorosa justicia que un gran velo venga a cubrir aquellos dolorosos extravíos que todos hemos deplorado.

Y si esto es en principios generales; si las amnistías, no sólo son convenientes sino justas, pasado el peligro de que se repitan sucesos semejantes a aquellos por los cuales se impusieron los castigos, este mismo principio hay que tenerlo muy en consideración cuando se trata de acontecimientos como los de Loja. Y con esto no quiero culpar ni quiero ofender a nadie. No hay nadie infalible en el mundo; todos estamos sujetos a errores, y no es extraño se hayan cometido. Yo tengo para mí, y si me equivoco no tengo inconveniente en retirar mis palabras, pues repito que no quiero ofender a nadie, no quiero tocar en la fibra más delicada de la más exquisita susceptibilidad; pero entiendo que no habrá ningún Sr. Diputado ni ningún Sr. Ministro que tenga la conciencia completa, la conciencia absoluta de que la ley de 17 de Abril ha sido perfectamente aplicada en los acontecimientos de Loja. Estos acontecimientos, que condeno con toda la indignación de que soy capaz, que podrán haber tenido el carácter que se les ha querido dar, es la verdad que no recuerdo, y estoy seguro que no recordará los Sres. Diputados más acontecimientos que habiéndose iniciado con tanta pujanza, que habiendo comenzado con tan terribles proporciones, con tan gran número de asociados y con tantas y tan especiales circunstancias, hayan dejado menos rastro de su existencia y ni una gota de sangre hicieron derramar, ni una lágrima tampoco. Esto, Sres. Diputados, es necesario tenerlo muy en cuenta, y yo creo que esto explica el fenómeno singular que se observó relativamente a aquellos acontecimientos. Unos acontecimientos que venían bajo un carácter tan repugnante y tan grave según las comunicaciones oficiales; unos acontecimientos que amenazaban trastornar la sociedad, que todo lo amagaban y lo amenazaban, las instituciones políticas, las instituciones sociales, la familia, la propiedad, todo, en fin, lo que constituye la vida de las naciones y de los pueblos, una rebelión con ese carácter repugnante y grave debiera haber amedrentado a todo el mundo; a nadie sin embargo asustó, y a los pocos días, en lugar de la indignación y de la ira, aquellos acontecimientos excitaban más generalmente la lástima y la compasión. Pues es necesario que se tenga también esto en cuenta; es preciso que exista siempre aquella justa y equitativa proporción que debe existir entre la pena y el delito, que constituye la base y fundamento de las legislaciones penales.

Si quitamos la proporción que debe existir entre el delito y la pena, pondremos a los hombres en el triste caso, que una vez en la pendiente del crimen, lo consumen por completo entregándose a los más horribles, una vez que la ley les tiene cerradas las puertas cuando se detienen en períodos determinados de delincuencia. De uno y otro modo hay que atender siempre a la justicia, y la justicia no puede obtenerse siempre en la aplicación de las leyes especiales.

Decía, señores, al principio de mi discurso, que esperaba confiadamente que los Sres. Ministros y los Sres. Diputados aprobarían mi proposición y serían generosos hasta el punto de aceptarla. Me fundaba para esto en las ideas, en los sentimientos y en las palabras del Sr. Presidente del Consejo de Ministros El Sr. Sr. Presidente del Consejo de Ministros, al tratarse aquí de la amnistía que se concedió a los sublevados de San Carlos de la Rápita, decía, señores, para justificarla bajo su punto de vista que yo respeto, y al decirlo yo acepto por completo sus ideas, decía, repito, el señor Presidente del Consejo: " He dicho en el otro Cuerpo colegislador que tengo en esta parte una teoría con la cual están conformes todos mis compañeros de Gabinete," y es la siguiente:

De manera que las opiniones del Sr. Presidente del Consejo de Ministros no eran sólo propias suyas, sino de todo el Gabinete que está al frente de un partido que se llama de unión liberal, y que se puede decir que está obligado por haber aprobado esa conducta del Gobierno a tomar en cuenta la proposición que he tenido el honor de presentar, [2.341] y que está fundada en los mismos principios que alegaba el Sr. Presidente del Consejo.

Continuaba diciendo S.S.:" Cuando estalla un movimiento, creo que es preciso que el Gobierno sea enérgico, duro, y hasta cruel si es necesario para ahogar la rebelión en su cuna."

Las mismas palabras poco más o menos he venido a pronunciar para condenar todo acontecimiento contra el orden público.

Y sigue diciendo al Sr. Presidente del Consejo de Ministros: " Pero creo que esta crueldad y esta energía no debe durar más que al tiempo necesario para contener y comprimir la conspiración, y después que pasa este momento, el Gobierno debe ser clemente y generoso, y si es posible, hasta olvidar." Estas solemnes palabras, señores, en las cuales fundo yo la proposición de ley que he tenido el honor de presentar al Congreso; estas solemnes palabras, que son, digámoslo así, la base de mi proposición, las pronunciaba el Sr. Presidente del Consejo a los dos meses de los acontecimientos de San Carlos de la Rápita; y hay que tener en cuenta, señores, que aquellos acontecimientos envolvían una serie de circunstancias, de elementos, una serie de esfuerzos, una serie de complicaciones tan grandes, que de ninguna manera pueden compararse con la mezquindad y falta de plan de la rebelión de que me ocupo. Pues estas mismas palabras que el Sr. Presidente del Consejo pronunciaba los dos meses de aquella sedición, quiero que las pronuncie hoy después de un año de unos acontecimientos de menor importancia y trascendencia. Yo espero, señores Diputados, que seáis generosos. iY qué magnífico espectáculo presentará hoy la nación española dando al olvido extravíos y debilidades pasadas, acogiendo en su seno a hijos queridos, que aunque son desgraciados por la parte que pudieron tener en aquellos tristes acontecimientos, harto han expiado su falta!

De esta manera, señores, no sólo haremos lo que debe esperarse del carácter español, sino que al mismo tiempo contribuiremos a afirmar nuestro sistema político con estos grandes ejemplos, y hacerlo digno de respeto y gratitud hasta de sus más acérrimos enemigos.

¿Pero qué razones pueden presentarse para no aprobar la proposición que he tenido el honor de presentar?

¿Es que las Cortes no pueden tomar la iniciativa en la cuestión de amnistía? Eso no puede ser, porque la opinión del Gobierno es precisamente contraria a esa doctrina. Algunos van hasta a conceder esa prerrogativa al Gobierno; pero no hay ningún hombre político importante que se la haya negado a los Cuerpos colegislativos. Recordaré unas palabras del Sr. Ministro de la Gobernación que se refería a un jurisconsulto, y diré para concluir sobre esto que no ofrece duda el que al derecho de amnistía, siendo la interposición, no entre la víctima y el verdugo, que ese es al derecho de indulto, sino entre la ley y la justicia, corresponde de esencia al poder legislativo. Lo que tiene es que se trata de una prerrogativa que suena tan bien, que halaga tanto, que se prescinde de la forma y se atiende sólo a los grandes beneficios que produce. De manera que sobre esto no cabe duda; estoy seguro de que no negaréis vuestro voto a la proposición que he tenido la honra de presentar.

¿Será que podáis negárselo por la cuestión de oportunidad? Tampoco lo creo. No recuerdo época que pueda ser más oportuna que la que estamos atravesando, considerando el estado del país, viendo la manera de ser de todos los partidos políticos. No hay ninguno que conspire, absolutamente ninguno. La calma es general; el comercio progresa; la agricultura adelanta; la industria florece; no hay nada, en una palabra, como no sea eso que existe siempre en todas las sociedades; pero temor no hay alguno de importancia. Por otra parte, los acontecimientos de que estoy hablando, si producen males, si tienen gravísimos inconvenientes, sirven también para demostrar la sensatez del pueblo español, para revelar la fuerza del Gobierno, porque la verdad es que el Gobierno es fuerte; yo lo creo así y lo digo, es fuerte. Y es fuerte porque cuenta con la decisión de las autoridades, con la adhesión del valiente ejército, con la benevolencia de S.M., con la mayoría de los Cuerpos colegisladores, y cuenta más que con la mayoría para decisiones de esta clase, cuenta con la unanimidad de los Cuerpos colegisladores. Si el país está tranquilo, si el Gobierno es fuerte, ¿qué inconveniente hay en dar esa amnistía? ¿Recuerdan los Sres. Diputados alguna época más oportuna que ésta para dar una amnistía? Yo no lo recuerdo.

Pasen la vista los Sres. Diputados por la amnistía dada en 1.823, por la dada en 32, por la que se dio en el año 34, en el de 37, en el 40, 46, 47, 49; en al de 49 que se trataba de amnistiar delitos políticos que habían con movido, no sólo la España, sino que traían en zozobra a toda la Europa; por la de 1.854, 56, 57; por las dos de 57; por todas las amnistías, en fin; en ninguna de esas épocas se verá más tranquilidad ni más hábitos de orden que en la actual; hábitos de orden que no se deben precisamente a este Gobierno, sino a todos los Gobiernos, al sistema de Gobierno en general, puesto que todos los partidos políticos han entrado en camino distinto del que antes emprendían.

Si es cierto que esta época es la más oportuna, sino puede alegarse para dejar de aprobar la proposición, la falta de oportunidad, ¿dejará de aprobarse sólo porque nosotros la presentamos? Yo no lo creo, y aunque así se lo he oído a alguno en los pasillos, me ha parecido que era un enemigo del Gobierno, y enemigo de mal género. Yo no hago nunca a los Gobiernos, por adversarios qua sean, injusticia tan insigne, y me parece que se la haría si me ocupara más de este particular. Digo más, no lo creo.

Si podemos pues conceder la amnistía en vista de que el país está tranquilo, de que se cuenta con la sensatez del pueblo español, con la adhesión del ejército, con la decisión de las autoridades, ¿qué nos detiene? ¿La ingratitud de los amnistiados? Imposible. Pero en todo caso se adquiriría un derecho más indisputable para ser severos y rigurosos en la aplicación de las leyes con todo aquel que en adelante se separe de ellas. No habría entonces motivo de disculpa para los que fueran tan malvados que correspondiesen a la magnánima piedad del Gobierno y de los Cuerpos colegisladores con una ingratitud. No hay razón por tanto para negar lo que venimos a pedir. He oído también que podía el Gobierno tener inconveniente en acceder a lo que deseamos, porque en al caso de que la amnistía se concediese, sería para nosotros la gloria que por ello pudiera resultar.

¡Ah, señores, qué idea tan equivocada! La gloria no puede ser para nosotros; la gloria es para el Gobierno y para la mayoría, porque la mayoría y el Gobierno son los que han de conceder o negar la proposición. A nosotros sólo nos puede alcanzar la satisfacción, que es bastante, con ella nos contentamos, de haber contribuido en lo poco que numéricamente podemos al consuelo de tantas familias desgraciadas. Para vosotros esto da la gloria; y si alguna pudiera cabernos, toda os la cedemos; toda entera os la damos; pero no, Sres. Diputados, la gloria no será nuestra; la gloria es sólo para aquellos que pueden conceder o negar lo que se pide; la gloria es para aquellos en cuyas manos está la felicidad y la alegría de tantas desgraciadas familias. [2.342]

iAh, Sres. Diputados! Si he pronunciado al hablar en nombre de la desgracia alguna palabra que a la mayoría, que al Gobierno pueda ofenderles en lo más mínimo, si alguna habéis oído que os parezca que viste el traje de la oposición, yo me apresuro a desnudarla de ese traje, porque quiero que esté sólo vestida con el traje de la desgracia, que es más propio y más conveniente que el traje de la oposición. Sed pues generosos, Sres. Diputados; tened en cuenta que no hay nada más grato para la sensibilidad, ni nada más noble que el don de perdonar a esos desgraciados, que más bien por espíritu de imitación que por perversidad de corazón se han apartado del camino de la legalidad. Volved al hijo su amoroso padre; el padre a sus tiernos hijos; el marido a la esposa desconsolada, y abrid a tantos infelices los brazos de la patria; acordaos en efecto de que son españoles que se acogen bajo el manto de vuestra generosidad; volvedlos al seno de sus familias y sacadlos al fin del duro yugo que los oprime en lejanas tierras en países desconocidos en los cuales para ellos, como decía un ilustre orador, no alumbra ni calienta el sol, ni donde la tierra no les dice nada de su pasado ni de su porvenir. Considerad en esos infelices más bien hombres arrepentidos que criminales, y acordaos también de que hay muchas familias a quien podéis sacar de la miseria. Todo esto podéis hacerlo con pronunciar una sola palabra; yo estoy seguro de que vuestro corazón os lo dicta en este momento, y de que está palpitando como deseando pronunciarla.

Pues bien, Sres. Diputados; seguid los impulsos de vuestro corazón; decid esa palabra; pero no os equivoquéis, por Dios, al decirla, y recibiréis las felicitaciones de vuestros comitentes, los plácemes de vuestras esposas, de vuestros hijos y de vuestros amigos; la gratitud de la desgracia que es la bendición de Dios.



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